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lunes, 21 de diciembre de 2015

LA SOCIEDAD DE LAS ACERAS La calle como institución social (2 de 4)

Manuel Delgado
Profesor de Antropología Religiosa
Departament d’Antropologia Social
Universitat de Barcelona


La manera como la calle se convierte en vehículo para la circulación de información
advierte de otro papel no menos institucional que asume: el de contribuir
a la formación social de los individuos en las etapas estratégicas de la infancia y la
adolescencia. En efecto, los niños y los jóvenes reciben en la calle informaciones
clave sobre el funcionamiento de la vida colectiva y sus requisitos y son entrenados
en formas de sociabilidad grupal diferentes pero complementarias de los que
les suministran la escuela, la familia o los medios de comunicación. La calle es el
escenario en que se entiende y se asume el paso de la esfera privada a la pública.
Es el barrio el primer mediador natural entre el entorno doméstico en que el individuo
ha pasado su primera infancia y una inmersión plena en la sociedad de desconocidos
que le espera cuando se incorpore de forma plena a la vida pública como
adulto. La pandilla, el grupo de amigos con los que se sale –interesante expresión
que denota la importancia de la relación dentro/fuera o domicilio/calle– son mucho
más que un mero soporte emocional: ese tipo de sociedades –cuyo marco natural
es justamente el espacio público– deberán resultar esenciales para que el joven se
incorpore a redes que son a su vez modelos de copresencia y de cooperación.
 

En la trama de calles y plazas también se reconoce otra actividad no menos
circulatoria: la de la memoria. En efecto, el sistema de calles nos recuerda
que, además de una sociedad humana, toda ciudad es también una sociedad de
lugares. Son las prácticas ambulatorias, incluso las más aparentemente triviales,
las que los lugares de una ciudad emplean para comunicarse entre si, generando
en esa actividad no una suma informe de significados, sino un conjunto coherente
de evaluaciones y evocaciones que es justo lo que damos en llamar memoria
colectiva. Es así que salir a la calle, ir de un sitio a otro, incluso –o acaso sobre
todo– cuando es en forma del más irrelevante paseo, es idéntico a recorrer un
universo hecho todo él de conexiones, empalmes, bifurcaciones, intersecciones…,
archivos secretos en los que está inscrita y registrada no tanto un memoria
común –es decir, igual para todos– sino más bien un trenzamiento interminable
de rememoraciones individuales y grupales que se prolongan y completan
unas a otras para generar una memoria al tiempo compartida y fragmentaria.


En cualquier caso, en la calle vemos desarrollarse modalidades específicas
de sociabilidad, cuyos protagonistas no suelen mantener entre ellos vínculos
sólidos, no están asociados entre sí por lazos naturales e involuntarios –como
los que caracterizan las instituciones primarias de la sociedad–, ni tampoco es
frecuente que estén unidos por enraizamientos profundos, como los que se derivan
de una cosmovisión compartida o la participación en una misma organización
comunitaria estabilizada. Lo que distingue a la ciudad de las implantaciones de la
los desplazamientos –la primera sometida a una lógica de territorios, la segunda
a una de superficies– es el tipo de sociabilidad que prima en cada una de ellas.
Los colectivos interiores, asociados a la privacidad o la intimidad, están formados
por conocidos, a veces por conocidos profundos; los exteriores, los que se configuran
en la calle, en cambio, los constituyen desconocidos totales o relativos,
que ejecutan códigos de relación del todo distintos en un escenario y el otro. En
efecto, el núcleo central y mayoritario de esta vida social en la calle la llevan a cabo
personas que se conocen más bien poco o que no se conocen en absoluto y que
entienden que la calle es el ámbito de una existencia ajena o incluso contraria a
ese presunto reducto de verdad personal y de autenticidad que es en teoría la vida
doméstica o incluso el dominio de la intimidad. En el nivel más cercano encontramos
en la calle a los vecinos, a los amigos, a los conocidos de vista; en el más
lejano, ese personaje central de la vida urbana que es el desconocido, el extraño.
 

Es así que en la calle podemos ver cómo la vida social le asigna un papel
fundamental a sus propias dimensiones más inorgánicas e incluso a expresiones
siempre relativas del azar. Esa ese precisamente la naturaleza de esas formas específicas
de vida social cuyo escenario es la calle. En ella lo que podemos contemplar la
mayor parte del tiempo es un tipo de sociabilidad que no aparece claramente fijada,
sino que resulta de la apertura de unos a otros, en un ámbito que se caracteriza por
serlo de exposición, en el doble sentido de exhibición y de riesgo. Inevitablemente,
el acto de salir a la calle y abandonar la certeza del hogar supone someterse a las
miradas y a las iniciativas ajenas, a la vez que se somete a los demás a las propias.
En esas circunstancias, cualquier encuentro inicialmente irrelevante puede conocer
desarrollos inesperados e inéditos. El individuo que se sumerge en ese núcleo de
actividad que es un espacio público o semipúblico sabe que en cualquier momento
puede pasar cualquier cosa y con frecuencia es eso lo que ha ido a buscar.
 

De este modo, y por poner un ejemplo, el individuo que asume la obligación
social de abandonar la familia de orientación para preparar la de procreación,
sabe que para ello deberá dejar la casa de los padres y salir «ahí afuera», a la calle,
donde se predispondrá a encuentros de apariencia fortuita, de uno de los cuales
surgirá el conocimiento de la persona con la que habrá de constituir una unidad
doméstica estable, un punto fijo en el orden familiar, es decir un hogar. Es entonces
cuando se entiende el sentido del verso de una copla bien popular: «Madre
no hay más que una / y a ti te encontré en la calle». Lo que esa expresión constata
es que el conocimiento de la pareja –o de cualquier otro personaje clave en
nuestras vidas no procedente del entorno familiar directo– tuvo que proceder de
ese gesto elemental, pero clave, que fue salir a la calle y abandonarse a un tipo de
sociabilidad cuya materia prima es un «verlas venir» permanentemente activado.


Continuará mañana

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