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miércoles, 23 de diciembre de 2015

LA SOCIEDAD DE LAS ACERAS La calle como institución social. (4 de 4)

Manuel Delgado
Profesor de Antropología Religiosa
Departament d’Antropologia Social
Universitat de Barcelona


La fiesta permite valorar ese papel institucional de la calle como escenario
predilecto para que una sociedad se procure a sí misma sus propias teatralizaciones.
Sometidos a la vista de todos, los grupos humanos encuentran en ella la palestra en
la que dramatizar voluntades, deseos, opiniones o sentimientos compartidos. De ahí
que haya tantos ejemplos de hasta qué punto, y en ciertas circunstancias, el paso de
la fiesta a la revuelta sea fácil y se dé con tanta frecuencia en la historia de las ciudades,
que es siempre la historia de sus calles. En estos casos se contempla el paso del
movimiento –la base misma de una sociedad, la urbana, que existe estructurándose a
partir de sus inestabilidades– a la movilización. El protagonismo le corresponde ahora también a fusiones viandantes y de viandantes, que ahora se muestran alterados, incluso
iracundos, y hacen un uso insolente de la calle o la plaza, convirtiéndola en campo
para la expresión vehemente de disidencias, contenciosos no resueltos, indignaciones,
interpelaciones airadas a los poderes o a otros segmentos sociales a los que se
detesta. Se habla en estos casos de revueltas, insurrecciones populares, revoluciones
y, en un grado menor, disturbios, incidentes, enfrentamientos, algaradas, desórdenes…
callejeros, lo que el lenguaje legal denomina «alteraciones del orden público».
 

Se toma consciencia en estas oportunidades de cómo la calle es
también –puesto que ahí las cosas se juntan y uno asiste a la verdad de la
heterogeneidad consubstancial a la vida urbana– espacio para el conflicto,
bien lejos de los supuestos que la imaginan como un lugar estable, previsible
y ordenado. Se comprende entonces el alcance y el sentido de los versos de
Rafael Alberti: «A la calle que ya es hora / de pasearnos a cuerpo / y demostrar
que, pues vivimos / anunciamos algo nuevo». Y así, a la mínima oportunidad,
toda calle puede convertirse en un terreno para una efervescencia especial
que se impone a los sueños de orden y organicidad de arquitectos y urbanistas
y convierte la obra de estos en escenario e instrumento para la combustión
social, aquella de la cual pueden derivarse y se derivan constantemente
realidades espaciales no fiscalizables. De pronto, por la causa que sea, fusiones
sobrevenidas –de grandes muchedumbres a piquetes que se agitan de un lado a
otro– convierten la red de calles y plazas en cualquier cosa menos la organización
clara y legible con que sueñan los urbanistas y hacen de ella, de pronto, una
urdimbre súbita y arisca, sometida a códigos desconocidos. Se habla, pues,
de territorializaciones insumisas, actuaciones colectivas que implican formas
otras de manipulación de la forma de la ciudad, creaciones de ingeniería urbana
singulares, de las que la barricada acaso sea la expresión más significativa.
 

Se vuelven a conocer entonces los frutos del factor aglutinante en los procesos
de contestación, factor que resulta de la existencia de contextos espaciales que
favorecen la interacción inmediata y recurrente. La acción colectiva resulta entonces
casi inherente a una vida cotidiana igualmente colectiva, en la que la gente, como
suele decirse, coincide en el día a día, se ve las caras, tiene múltiples oportunidades
de intercambiar impresiones y sentimientos, convierte el propio entorno inmediato en
vehículo de transmisión de todo tipo de ideas, rumores y consignas. La contestación,
incluso la revuelta, están entonces ya predispuestas e incluso presupuestas en un espacio
que las favorece a partir de la facilidad con qué en cualquier momento se puede
«bajar a la calle», sea la calle que uno encuentra una vez traspasada la puerta del hogar
o calles más alejadas, en el centro de la propia ciudad o de otras. Todo ello en un
espacio exterior en que el encuentro con los iguales es poco menos que inevitable y
donde es no menos inevitable compartir preocupaciones, indignaciones, rabias y, tarde
o temprano, la misma convicción de que no es sólo posible conseguir determinados
fines por la vía de la acción común, sino que puede llegar a ser necesario e inaplazable.
Es en estas oportunidades en las que con más claridad se puede percibir cómo
la calle puede pasar en cualquier momento de escenario de las más humildes apropiaciones
cotidianas a marco activo en que las sociedades luchan por transformarse.

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