Aquel día, como cada día, salía
tarde de casa. Con los ojos enrojecidos y la garganta escociendo iba gastando
un paquete tras otro de klinex. ¡Maldita alergia!, pensó para sí, ¡Cada año
llega antes!. Una mañana más se unió a la procesión de luces rojas que, cual
paso de Semana Santa, se encaminaba hacia el trabajo. Al llegar a lo alto de la
Cuesta de las Perdices visualizó en el horizonte la ciudad de Madrid cubierta
por su perenne cúpula de color marrón grisáceo. El sol, al amanecer ofrecía una
curiosa gama de colores al atravesar "la boina". Por debajo de Madrid
y de la boina, una larga fila de lucecitas rojas en fila de a cuatro avanzaba
lentamente… A este paso llegaría otra vez tarde y tendría que aguantar la
mirada penetrante de su jefe. ¡Cómo si el muy c… nunca llegase tarde!, dijo en
voz alta, consciente de que dentro del coche sólo estaba él y nadie podía
oírle. El tubo de escape de los coches hacía que en aquella mañana fría de
diciembre una neblina de humo se fuese filtrando entre coche y coche. El aire
dentro del coche empezaba a enrarecerse y a oler a motor, así que cerró la
ventilación exterior y subió la calefacción. Gastaría más gasolina, pero al
menos no tendría que oler ese humo apestoso. Eso debieron pensar el resto de
compañeros de procesión porque poco a poco los tubos de escape de los demás
coches también aumentaron un poco su exhalación. Al llegar al Manzanares tomó
lentamente la salida hacia la M-30 sur y tras 15 minutos de atasco logró llegar
a la entrada del túnel que pasaba junto al Vicente Calderón y bajo Madrid Rio.
Durante todo el trayecto los
carteles de señalización de la carretera anunciaban que "por Alta
contaminación la velocidad estaba limitada a 70 Km/h". "¡Cómo
si eso fuese posible, si vamos todos a 20!", volvió a quejarse al tiempo que
embocaba el morro de su coche en el negro túnel.
La cola seguía pasito a
pasito, como un desfile de metálicos caracoles. Una cierta niebla dificultaba
la circulación de las motos que no tenían posibilidad de encerrarse en su
cápsula aislada. No obstante se veía que el Ayuntamiento había descuidado el
mantenimiento de los conductos de ventilación pues pese a tener el coche
cerrado a cal y canto el poco aire que entraba de fuera olía mucho a humo.
Empezó a toser de nuevo…"¡Maldita alergia!"…
Tras hora y media logró llegar
a su oficina. Como había previsto, la mirada penetrante de su jefe le estaba
esperando. No le dijo nada y ni falta que hacía, con sus ojos vidriosos y su
cara de pocos amigos lo decía todo.
Al final de la jornada y con
la mirada del jefe clavada en la nuca. "¡Pero este hombre es que vive en
la oficina o qué!". Y habiendo gastado 3 paquetes más de pañuelos de papel
por culpa de la puñetera alergia se encaminó hacia la procesión vespertina de
retorno a casa: el mismo túnel gris, que además al ser ya de noche era aun más
oscuro y mal oliente; el mismo camino interminable de lucecitas rojas, el mismo
humo saliendo de la los escapes de los coches…
… sólo una cosa había
cambiado. En los carteles de la M-30 en lugar de decir que había que reducir la
velocidad a 70 ponía: "Mañana se activa el escenario 4 por alta
contaminación. Prohibida circulación en la M-30".
"¡Pero están locos o
qué!", dijo a voz en grito, y probablemente esta vez algún convecino
procesionario sí que le escuchó. "¿Y cómo narices quieren que venga mañana
a trabajar?". En ese momento el cartel luminoso, como si le estuviese escuchando
cambió y mostró un nuevo mensaje: "Recomendamos el uso del transporte
público".
Al día siguiente, y jurando en
arameo, en lugar de a la autopista se dirigió a la estación del tren. Tuvo que
aparcar a 200m de la estación con lo que del arameo pasó al serbocroata. Para
su sorpresa la Comunidad había doblado la frecuencia de los trenes con lo que
en 5 minutos estaba subido en uno con destino a la estación de Príncipe Pio. No
obstante y dado que esa mañana el cabreo formaba parte de su indumentaria, protestó
en azerbaiyano por no poder ir sentado, aunque para sus adentros tuvo que
admitir que el tren iba menos abarrotado de lo que había pensado. En 15 minutos
estaba en Príncipe Pio y en 5 minutos más estaba en el metro, del que el
Ayuntamiento también había doblado la frecuencia ante la prevista avalancha de
usuarios. Estaba lleno pero lo cierto es que no había humo. En 3 paradas y 15
minutos más llegaba a la puerta de su despacho. Se encontró la puerta de su oficina
cerrada lo cual le extrañó y sólo en ese momento miró el reloj. ¡Eran las 8:20!
Y él no solía entrar hasta las 9.00. En ese momento una voz le habló por encima
del hombro: "Gutiérrez, ¡qué sorpresa!". Era su jefe que con una
sonrisa simpática y amable le dijo. "Cómo yo vivo aquí al lado suelo
desayunar en el bar de aquí al lado, si quiere nos tomamos un café”. Con un
hilillo de voz y sin entender muy bien lo que estaba pasando decidió aceptar la
invitación y, para su sorpresa, disfrutó de una conversación agradable y
distendida con el que hasta el día anterior era un ogro insoportable y cruel. A
las 8:45 estaba entrando junto a su jefe por la puerta de su oficina.
El retorno a casa esa tarde
fue tan rápido como la ida. Y, por alguna extraña razón, la alergia había desparecido.
A. R. Sanabria
Publicado en la Revista
de la Federación Española de la Recuperación y el Reciclaje. Diciembre 2015
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